miércoles, 6 de octubre de 2010

Festividades con historia

El calendario está salpicado de fiestas tradicionales que, paulatinamente, han ido perdiendo su significado original para pasar a ser un "puente" más o menos largo y conveniente. La mayoría de estas celebraciones estaban ligadas a una festividad de carácter religioso que nuestra Santa Iglesia Católica ha tenido a bien instituir, aunque sustituir sería más adecuado.
Una de estas celebraciones es la de Todos los Santos. Nosotros sabemos qué representa esta fecha en el calendario católico: el recuerdo de los difuntos. Pero, remontándonos en el tiempo, veremos que los simbolismos ocultos tras estas celebraciones han ido evolucionando con la aparición y desaparición de las culturas y de las religiones predominantes.

El culto a los muertos
El culto funerario se inició en el Paleolítico Medio (dato atestiguado por las sepulturas y los monumentos funerarios encontrados en Europa). Estos enterramientos seguían un ritual -no eran una simple forma de librarse de un cuerpo-, cosa que indica que el culto a los muertos se inició ya en ese período (120.000 - 35.000 a. C).
Sin ánimo de exhaustividad, vamos a revisar cuáles han sido las distintas celebraciones que han dado forma nuestro día de Todos los Santos. La manera en que los católicos celebramos el día de los difuntos, tiene tres antecedentes: el celta, el de las religiones mistéricas y el romano.

El año céltico tenía cuatro grandes ciclos festivos. Samain era el más importante y se iniciaba el 1 de noviembre -comienzo del año nuevo- y terminaba el día 10. La noche que precedía a ese día de año nuevo, es decir, la del 31 de octubre tenía lugar una gran celebración. Los druidas encendían un fuego frotando dos palos de roble (árbol sagrado para los celtas). Se
encendía una gran hoguera en torno a la cual se celebraba una asamblea (quien no acudía perdía la razón). Más tarde, había un gran festín tras el cual se llebavan flores a los cementerios y, si se deseaba, se abrían los sepulcros de los antepasados para comunicarse con ellos. Para ayudar a la comunicación, se pasaba la noche en una juerga funeraria (no se dejen llevar por el adjetivo, puesto que debían resultar de lo más animadas) con música y bebida abundante. El Hallow'en anglosajón o el Walpurgis germánico son reminiscencias de aquellas bacanales druídicas.

Los romanos dedicaban a sus muertos varios ciclos festivos de carácter público. Las primeras del año eran las Compitalia, las Parentalia y las Caristias (que iban del 5 de enero al 22 de febrero). Durante estas fiestas se colocaban en las casas muñecos que evocaban a los muertos de la familia para que protegieran a sus decendientes de todo mal. Además, se ponían sobre la tumba del difunto flores, sal, pan y vino (supuestamente para que no se enfadara y se quedara en ella).
Por si los difuntos no habían tenido bastante, el 23 de mayo se celebraban las Rosalia, durante las cuales se depositaban rosas sobre las tumbas.
Pero además, se celebraban otras de carácter privado. Las Lemurias (9, 11 y 12 de mayo). Los lemures eran los espíritus malignos que se negaban a abandonar la casa en la que habían vivido. El pater familiae, a medianoche, recorría descalzo la casa chasqueando los dedos para espantarlos y tiraba a su espalda habas negras, a la vez que los conminaba a dejar la casa. Además, el día del cumpleaños del difunto se celebraba un banquete frío (y nunca mejor dicho) junto a la tumba del difunto llamado refrigerium. Todos estos rituales estaban relacionados con el culto a los manes y es a partir de éstos que evolucionó nuestra festividad de Todos los Santos.
Los manes eran antepasados que habían alcanzado la inmortalidad gracias a sus buenas
acciones en vida. Podían influir positiva o negativamente en la vida de los vivos si éstos no celebraban las honras fúnebres pertinentes. La iglesia primitiva, al reconocer un único Dios, no podía rendir culto a los manes, pero tampoco podía desterrarlos de las costumbres. Eso hubiera significado una falta de sensibilidad, puesto que era lícito que las familias quisieran recordar y honrar a sus seres queridos desaparecidos. De modo que, práctica como siempre, la iglesia encontró una solución intermedia: suplantar a los manes por los mártires y, más tarde, por el culto a los fieles difuntos. Este concepto evolucionó para solucionar esta incómoda situación.
Tras hacerse oficial el cristianismo en el siglo IV después de Cristo, el número de mártires descendió y los creyentes sentían la necesidad de honrar a sus parientes y vecinos, aunque éstos no hubieran alcanzado la santidad. Entonces se acuñó el término "santidad ordinaria", es decir, aquellos que habían muerto en la gracia de Dios. En esta nueva categoría de santos encajaba cualquier creyente y, por tanto, cada cual podía dirigir su oración a un familiar o amigo si tenía la convicción de que estaba ya con Dios en el paraíso. La fecha de esta celebración fue variando hasta que, en el siglo VIII, Alcuino de York -consejero de Carlomagno- propuso el 1 de noviembre. La intención de Alcuino no era otra que hacer caer en el olvido el Samain celta, puesto que en la Francia altomedieval las tradiciones célticas conservaban vigor y presencia en la sociedad rural. A pesar del éxito de la propuesta, la iglesia no ratificó la obligatoriedad de la celebración de Todos los Santos hasta el año 1475.
Tras este recorrido por las celebraciones funerarias europeas, podemos ver cuánto debemos a celtas y a romanos (paganos) en lo concerniente a esta fiesta. Quizás el 31 de octubre podríamos rendir homeaje a nuestros ancestros a la druídica...




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